miércoles, 6 de agosto de 2008

POEMA - CIUDAD NATAL


Ciudad natal

a César Brañas

Abre una puerta el rechinar de un grillo hacia el cielo de cuentos infantiles.

Yo me alejé de ti como se alejan inmóviles los árboles del río, agitando en la orilla su pañuelo, pasajeros y adioses a un tiempo.

Desembocando, ahondan los caminos tu caudal, navegable Soledad.

No existe el tiempo, estar. ¡Ya todo es!

Días de otro mundo. Cielo sin sueño: nunca parpadea. Noches como bostezos pavonados,

céntricas a todas horas,

indelebles, infinitas y maduras.


Tú, con tu imprecisión, en un trapecio colgado de un día y de una noche altísimos, profundos y sin dueño, meciéndote muy amplia y lentamente, rumiando tus monólogos de humo. Porque ya no eres sino el eco de tu sombra sin cuerpo, eco de luz, sombra de voz, remotos.

Se está más solo que en ninguna parte, hasta sin sí, solo, sin soledad ni profecía, ausente, por nacer, sin cósmico fervor de nebulosa.

¿Cuándo subirás a la superficie

de la tierra, del cielo o del mar,

desde ese rumbo en donde vas, nocturna, a ver el sol de limbos inocentes? ¿Esperándote está, ya olvidado, de pie, dormido como un faro, en no sé qué península de sombra?


Ya no te acuerdas, ya no sabes

si la cita fue ayer o si es mañana, tu duda diariamente renovada en tu alterna memoria: sí y no, al fin ya resbalada en un Tal vez pálido, transparente y maleable. Silencio liso, estirado, de lago, de frase interrumpida,

tan diáfano que todo está más cerca.

Distancia paralela a la mirada: ráfagas de infinito alicortadas voltean los paraguas.

Alto cenit que llega al otro lado gritando: "¡Sí!" con íes pararrayos. Nadir, vórtice de rumbos nocturnos, magnavoz de tumba gritando: "¡No!"

Tú, en medio, como una margarita de nuncas, en el aire de tu ensalmo.

A veces, parpadeas: días, noches... Te olvidas.

De improviso, cinco, veinte

días juntos, desmoronándose; trece, cuatro noches telescopiadas con peregrina violencia oscura.


Un sueño de medusas y cristales

de parte a parte espejos atraviesan:

se ve de qué están hechos los cantos de las aves, los del agua, diáfanamente ocultos.


Por aullidos de perro desgarrada, Soledad transparente, enmohecida y amarga del hastío de ti misma, musgos mendiga tu piedad cansada, ecos del canto donde fue mentida

mi niñez, subterránea entre tus manos, torturada en la cima del ansia.

Eras la única ciudad del caos:

se estaban terminando tus palacios cuando por tierra se construían bóvedas y columnas que el viento interrumpía.

Yo sé que en tus iglesias fermentadas

de sombra se ahogan las ventanas;

que dentro de un salto estás construida

con derrumbos de rumbos y campanas nubladas.

Que tienes cielos propios

con un tiempo que escapa a los relojes, anterior al planeta y a ti misma, náufraga de la luna medieval robinsonas fría en la tierra enfriada.

Juegos de niños huérfanos

coloran tus mejillas.

Eres un cuento de hadas jorobadas. Vives porque te están soñando ellas. Soñándote hasta el límite de un globo de jabón.

Con tu alma imperativa de pecados, tus mujeres desnudas por las calles en que vas dulcemente corruptora, en caracoles babosos de sombra, lenta, sin pulso, con las manos yertas sobre escapularios o rosarios y con ropa interior de bailarina.

Cerraste tus lindes, flor carnívora, un proyecto viviendo de ti misma: de nuevo niña sin palabras mágicas.

Las olvidaste. Pero, al fin ¡ya! ¡ya! vas a recordarlas. Van, inminentes, a saltar de la punta de tu lengua.

... Prorróganse fundidas en tu sangre y ocultas en la arena del desvelo. Te hunden hasta el fondo de ti misma lastrada, sin sorpresa sorprendida.

Se oyen crecer las uñas de tus muertos, lo chorros de las fuentes que sostienen bailando un tiempo de oro redondo y si valor alguno;

tus días desmayados en cojines de miel y aburrimiento,

y mis gritos que se hacían añicos con las lentes acústicas creciendo de arcadas y de cúpulas.

No te muevas.

Lloraría hasta el viento.

Con sólo respirar se rompería tu equilibrio de telaraña.

Y así, como estás en mi recuerdo, ¿quién te reconocería?

Sin Adelantado ni Pepe Milla, con canales de fieltro, tus habitantes ciegos, lenta de cisnes negros

con tu cielo sin peso en que los muertos se hunden hasta el fondo,

más muertos que en cualquier horizonte, ¿quién te reconocería?

Sólo sé que eres puerto,

que te habitan las Parcas y es corpórea tu ausencia;

que reyes de barajas te coronan con cenizas de luz y lutos fríos.

Me gustas como estás en mi recuerdo: con fechas olvidadas y estaciones con grifo, y vestida de seda por el aire, Salomón, como el lirio de los valles.

La Primavera, repentinamente,

se ha roto en aneurisma de colores. Ahora te quiero a orillas del mar, con nieve, hecha isla,

y navegable tu río de arena. El cielo se me llena de bronce de campanas.

La Colonia, cuadro de sacristía,

y el Hermano Pedro ¡que duerma! ¡Dinamitas de luz y cegadoras

voces contra tus murallas de légamo!

Te encontré para nacer, yo, tu arqueólogo. Y te encontré en el aire sin buscarte, en el viento, sin que existieras, detrás de tus balcones prisionera, borrosa reina de moneda antigua sepultada en el tacto de los años.

Yo te encontré en el filo de una flecha

de obsidiana, sin leyendas, con nubes verdes y grises y con patios húmedos, como de un barrio triste

de un Londres construido por los árabes.

Tú, en la luna, con casas de alegría, aéreas, subterráneas,

invisibles por pausas de vals fúnebre.


¡Cuánto cavé para encontrarte! ¡Para rescatar tus palacios transparentes, tus estatuas de éter!

En ti viví el momento de un grito, ausente por el vuelo de un pájaro. Tenía, entonces, yo manos de vidrio, y tú, rudos martillos. Ángel de las ortigas y los lirios,

no te muevas, que como estás te quiero:

lunar, mental, intacta,

tan igual a ti misma en mi recuerdo más que tú misma.

Quédate dura, exacta y taciturna., con mi niñez de platino y de niebla en tu claro de tierra resbalada.



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